Después de merodear por el Sur, recaer de nuevo en la capital, tocaba atacar el centro para dirigir mis pasos hacia el norte Colombiano. La ruta iba saliendo a medida que el viaje iba avanzando. Todos los caminos se iban dibujando sobre la marcha sin tener algo fijo, aunque mi objetivo de alcanzar Cartagena de Indias era inalterable.
Villa de Leyva no salía en mis planes. Mis nuevas amistades nacidas desde mi estancia por el Eje Cafetero, ni siquiera habían oído hablar de este pueblo. No lo entiendo muy bien el porqué, pero mi curiosidad pudo más conmigo y dirigí mis objetivos a pernoctar un par de noches en el pequeño pueblo colonial.
¿Cómo ir desde Bogotá?
Desde la central de transportes llamada La Terminal, en el barrio exclusivo de La Salitre, encontramos una de las mejores estaciones de autobuses que hay en latino américa.
Segura, limpia y con un aplastante control policial, nadie pasa desapercibido. Incluso me pidieron el pasaporte para poder comprar un billete. Los jóvenes con sus gorras y capuchas, tan de moda últimamente eran continuamente increpados por los cuerpos del estado a que descubrirán sus rostros para contralar en todo momento quién iba y venía a Bogotá por vía terrestre.
Un billete de unos 25.000 COP, en una compañía al azar, un pequeño autobús nos llevó por unos bellos parajes, no exento de una peligrosa carretera.
Aquí hago un punto y aparte porque merece bien la pena mencionar que Colombia es un país precioso. Puede que los pueblos sean perfectos o que su Caribe esté lleno de rincones mágicos a menudo escondidos al ojo del turista. Que sus montañas, majestuosas y fotogénicas entren de lleno en competencia con los picos andinos más memorables que yo recuerde. Puede que sus selvas sean radicales e inhóspitas, como nos gustan a los más aventureros. Pero siempre he sentido debilidad por recorrer los países por tierra, ya sea en autocar, en coche o en motocicleta.
Mis viajes durante un mes por el país me dejaron sorprendido. Ya fuera donde fuera, las estampas eran tan variadas como impactantes. A menudo cuando la gente es vencida por el ronquido del motor que no para durante horas, yo deseo que el viaje continúe, que la noche no caiga, que el Sol me siga permitiendo observar lo que la gente de allí da por sentado. Atravesar pueblos de dudoso nombre y ver sus vidas durante unos segundos te llenan durante toda una vida…
Pero volvamos a Villa de Leyva y su camino desde Bogotá. Recomiendo con fervor ponerse en la ventanilla derecha, para deleitarnos con un árido paisaje que es roto por suaves montañas que agonizan en profundos valles. Aunque los billetes estén sellados y numerados, podremos ver a medida que vayamos cogiendo los transportes, que los colombianos son muy poco dados a respetar la numeración del asiento.
¿Qué pedir más de Villa de Leyva cuando ni aún hemos llegado?
Mucho. Porque es un pueblo que nada más poner los pies en la bonita estación te da unas buenas vibraciones. Allí todo es diferente a la fría Bogotá. El ambiente, las preciosas casas estilo colonial, inmaculadamente pintadas de blanco, te dan una bienvenida difícil de olvidar.