Nunca suelo colgar artículos acerca de los hostales en los que utilizo en mis viajes. Pero cuando uno de estos lugares se convierte en parte del mismo viaje, no está de más hacer una reflexión sobre aquel lugar que se nos quedó en un imborrable recuerdo. En Valle de Tono, Japón, conocimos el mejor hostal con unos encantadores anfitriones que nos trataron como a hijos.
Puede que hayamos dormido en una veintena de hoteles durante nuestro viaje. Todos y cada uno de ellos faltos de personalidad o ambiente. El orden y la limpieza eran lo prioritario, dejando a un lado esas añoradas pensiones que he ido encontrando durante años en los viajes por el continente asiático, donde uno podía compartir a la hora de la cena sus experiencias con otros viajeros. Tan solo podría salvarse un albergue en Takayama. Pero si he de recordar un lugar donde dormí, fue en Tono.
Tan solo dos hostales en todo el pueblo sin poder reservar con antelación en ninguna página web conocida y a duras penas escribiéndome mensajes con el buen intencionado propietario de este encantadora «guesthouse».
La llegada a Tono fue extraña. Salíamos de Sendai, una gran ciudad moderna poco dada al turismo y menos afectiva que otras más conocidas por falta de costumbre y roce.
Saltar a Tono fue como retroceder un siglo. Las miradas desinteresadas de antaño se tornaron en cientos de curiosos ojos mirando cómo íbamos vestidos y porqué estábamos allí, donde en teoría nada había que ver. Las risitas nerviosas en los autobuses se volvieron en un acto normal que íbamos a ir encontrando durante nuestra breve estancia. El albergue situado en un privilegiado lugar entre arrozales, nos recibió como ningún otro hotel lo había hecho en todo el viaje. Un matrimonio de edad avanzada nos acogió con educación, alegría y una cocina típica de la zona difícil de olvidar. Su interior, hecho en madera, invitaba a no salir para no sufrir las inclemencias en aquellas tierras salvajes. Una enorme biblioteca manga, parecía haber sido cortada y pegada de una librería de la más moderna ciudad. Aquel matrimonio, llevaba como podía el negocio. Nosotros fuimos los únicos hospedados y los que disfrutaron de su fugaz compañía.
Un vistazo a la sala del té, nos hizo caer en que el tiempo corre demasiado rápido. La vida pasa deprisa. No hay esperas. Los álbumes de fotografías del albergue, nos mostraban cientos de instantáneas con el matrimonio anciano, como principales protagonistas, luciendo una juventud con toda una vida por delante. Los distintos libros, nos mostraban como con el paso de los años iban haciendo su hostal. Pudimos ver en tan solo una hora, cuarenta años de su vida. Aquello me dejó algo tocado.
Cualquier consulta o reserva, hay que contactar con el entrañable anciano en: