Si de algo puede presumir Javier Reverte, es de haber recorrido gran parte del globo y de haberlo plasmado en sus múltiples libros viajeros, eso sí, con más o menos fortuna; reconozco que no soy un gran lector de Reverte, al que encuentro demasiado automatizado en sus crónicas. Aún así, hay que reconocerle méritos. Poder viajar a lugares a través de sus libros es una ventaja para el viajero que quiere saber de antemano las bondades y las inclemencias del lugar donde va a poner a sus piernas a caminar. Un verano chino sigue la tónica de casi todos sus volúmenes, las experiencias en primera persona sazonadas con historia y anécdotas del lugar. Para quién no conoce China puede ser un buen aperitivo, pero los viajeros de nivel medio o avanzado no creo que encuentren la suficiente profundidad que plantea la compleja sociedad china en la actualidad. Lo más interesante es ver la ruta que se plantea en el libro, comenzando por Golmud, una localidad a 2.800 metros de altura y finalizando por Shangai, la gran y moderna urbe, símbolo del poder económico chino.
Y sentí que Shangai, como en Nueva York, uno recorre sus calles respirando libertad. Hay algo más. En la naturaleza invisible de Shangai se vislumbra una certeza que habita desde siempre en el corazón humano: que el pasado y el futuro están siempre acompañando nuestras vidas, mientras que el presente no existe.
Me quedé algo más de una semana en la ciudad. Y es el único lugar de China al que volvería.