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Venía a trote por toda Colombia. Había probado la dureza de Bogotá como pistoletazo de salida hacia mi nuevo viaje. Más adelante, bajé a un sur algo desconocido y desconcertante, pudiendo estar en un pueblecito llamado Villavieja y acceder al desierto de Tatacoa, donde el calor me recibió quitándome de un plumazo el gélido rocío que me había dejado la capital en mi piel y en mi mente. El eje cafetero me dejó fascinado, dejándome bien claro, que existen todavía lugares en este mundo,  en los que me gustaría retirarme a verlas venir sin más.

El viaje tenía muchas vertientes. Muchas posibilidades y sólo yo era propietario y señor de mis decisiones, pudiendo optar a menudo una noche antes, cambiar mis intenciones y virando en sentido contrario al originariamente estudiado. Qué placer poder tomar tu vida tan a la ligera, sin importarte un carajo lo que te depare la siguiente estación de autobuses. Ficticio y temporal, lo sé, pero al fin y al cabo, aunque breve, lo tuve durante ese mes.

San Gil, pueblo de aventuras con la naturaleza como telón de fondo, de vuelos en parapente por cañones imposibles y largas jornadas de caminatas, quedaba atrás. Puse rumbo a Santa Marta para poder ir al parque nacional de Tayrona e hice lo que no debería haber hecho: Tomar una decisión errónea y quedarme menos tiempo del deseado en ese mágico lugar. Palomino era como un punto en el mapa alejado donde apenas se mencionaba en las guías de viaje.

Su larga playa, invisible desde la carretera principal que va a la Guajira, se convierte en un pedacito de tierra santa para los amantes del descanso y la búsqueda de tranquilidad. Apenas hay restaurantes durante el día, cuando el sol hace acto de presencia, bañando a las temibles y bravas olas con una luz cegadora.

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Durante la noche, los cuatro establecimientos dotan algo de vida al solitario edén. Creo que es un lugar para viajeros independientes de presupuesto medio. Los hoteles no abundan y los pocos que hay en la zona, son sencillamente encantadores. Los actos sociales se centralizan durante la noche, a la luz de las velas, con una extraña mezcla de música étnica, sonido de oleaje rompiendo la arena en mil pedazos y unos deliciosos mojitos que aligeran la lengua para charlar con alegría entre desconocidos buscadores de paraísos, hasta convertir las palabras en sonidos perezosos y estériles.

Recuerdo los largos paseos al atardecer, tarareando sin saber por qué, la canción de Prince “Purple Rain”. Mi mente empezaba a coordinar y a aceptar la muerte de mi padre. Mi corazón estaba servido desde hacía tiempo y había caído accidentalmente en Palomino, convirtiendo mi error en un acierto casual ¿Sacrificar la Guajira y perder un día en Tayrona para venir aquí? Parecía que la respuesta era obvia, pero esa pausa, fue tan necesaria como el punto de inflexión que marcó para poder coger impulso y continuar con un viaje por Colombia que no paraba de sorprenderme.

Atrás quedaba el insultante verde de las montañas. Delante de mí se abría en canal, enseñándome sus tripas, el Caribe. Tal cual desde que puse los pies en el norte, el país me mostraba una cara tan opuesta a la vista con anterioridad que acababa cuestionándome si andaba metido en las mismas fronteras. Las pieles oscuras, los negros simpaticones y sonrientes, siempre dispuestos a ayudar al turista perdido. Las discusiones sobre cuál era mi equipo de fútbol en España, empezaban a ser un hecho cotidiano y formal para romper el hielo en cualquier situación. En Palomino, se seguían los mismos patrones. Alejados de taxis, las motocicletas de los jóvenes esperando en la carretera principal, eran el trabajo que esperaban cazar. Hacer algo más aquí, en estas latitudes, se ve complicado. El turismo en masa, queda lejos con tanta naturaleza y tan poca infraestructura.  ¿Andar hasta el océano? demasiado alejado con el aplastante calor. Mejor hablar con esos chavales. Sus motos, de corta cilindrada, apenas podían con mi peso y mi gran mochila, pero era suficiente para llegar sin sudar y poder ver las primeras palmeras que surgían de la tierra con una fuerza imponente, reclamando su ración de rayos UVA.

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No dejaba de ser curiosa la imagen de viajeros con neumáticos subiendo por las montañas, buscando los ríos para recorrerlos a ritmo de corriente, mientras el alcohol va marcando el horario de recogida, aunque no física sí que mentalmente. Curioso lugar, donde el relax, la belleza y la resaca hacen un cóctel casi perfecto.

No sé ni los motivos, pero Palomino fue sin duda alguna, uno de los lugares más perfectos en los que estuve durante mi camino por el Norte del país. Su secreto, guardado bajo llave, hace cuestionarte si las ruinas más imponentes, las ciudades más fortificadas o los pueblos más pintorescos, pueden realmente competir con la sencillez de la naturaleza.

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Más imágenes de Palomino:

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La sencillez de su paisaje invariable, con palmeras, arena y mar, hacen de Palomino un lugar inolvidable