Enterrado entre profundos valles, a unas cuatro horas por una dura carretera desde Chiang Mai, encontramos este pequeño paraíso de Tailandia muy desconocido para la mayoría de los circuitos turísticos. ¿Qué tiene Pai? La respuesta más sincera es su silencio. Sus pequeñas dimensiones, lo dejan catalogado entre pueblo y ciudad, pero el truco no está en su tamaño, sino en la gente que lo habita. Dos tribus originarias de Myanmar, son los que te dan la bienvenida y regentan hotelitos y restaurantes, pero por causas desconocidas de la vida, en los años 70, artistas de todo el planeta vinieron a este remanso de paz para buscar y encontrar la inspiración. Hoy persiste como en el pasado ese ambiente bohemio, y los paseos se llenan de encuentros fortuitos con pintores, escritores y músicos ataviados con sus guitarras, formando dichos instrumentos, una extremidad más de su cuerpo. Pai, puede ser cruel con el viajero solitario. Las parejas van en busca de un romanticismo exento de riquezas, encontrando en las noches frescas de la jungla, los restaurantes más bonitos y sencillos, convirtiendo las veladas en algo inolvidable. Música en vivo rompen el sepulcral silencio de la noche tailandesa, dotando a este enclave de dos caras: la diurna que es la adormilada y perezosa y la nocturna que se riega a base de cerveza y buena comida. Sea como sea, quien venga a Pai, podrá disfrutar del silencio y la paz que la religión budista contagia a sus más fieles seguidores, pero si queremos cruzar la línea e ir un poco más allá, podremos hacer amigos, escuchar a cantantes hippies que una vez quedaron anclados en el pasado y comer deliciosos platos regionales.
Una de las pocas agencias que trabajan en la calle principal de la ciudad, se dedica a hacer excursiones de varios días por los profundos valles. Esta región que conecta con Mae Hong Son, está considerada la más bella y menos explotada. Doy fe de ello. Durante dos jornadas, conseguí un fantástico guía, y con tres viajeros de distintas partes del mundo fuimos en busca de la aventura. A medida que avanzábamos, la jungla nos iba tragando. Sus verdes tonalidades jugaban con los rayos del sol que a duras penas atravesaban la arboleda. Las sanguijuelas iban devorando nuestras piernas con un sigilo espeluznante, pero los paisajes hacían que olvidaras todo sufrimiento, calor, humedad y una molesta lluvia que arrancaba aleatoriamente a destiempo.
Pernoctar en una aldea de las montañas del Norte, es algo que todo viajero que decida andar por aquellas latitudes debería hacer. Vale…cuesta….y mucho llegar. Pero la hospitalidad es espectacular. El recibimiento por un regimiento de niños deseosos por compartir sus tradicionales cánticos, es inolvidable. Benditos por los brillantes arrozales y las frecuentes lluvias que dan alas al crecimiento de sus cultivos, estos aldeanos son felices. No existen televisores en los hogares. Tan solo un centro social dispone de tal aparato. Pero en sus rostros enterrados por sinceras sonrisas, entiendes que este pueblo vive ajeno a toda realidad política y monárquica que tanto adoran los tailandeses. De una cosa estoy seguro, que aun estando olvidados por todos, estas tribus son con diferencia las que mejor calidad de vida poseen
El recibimiento de los niños aldeanos fue una sorpresa. Movidos por la curiosidad, fueron parte importante de este recuerdo. (foto arriba)
Las niñas, con sus tradicionales canciones, hicieron que la velada en casa de una humilde y simpática familia fuera de lo más agradable. Como podemos ver en la instantánea de abajo, poco tenían con lo que jugar, y una bicicleta oxidada, era compartida por todos sin pelea alguna.