Llegar al país por mar, sin tener que pasar por un control fronterizo personalmente, fue algo que nos chocó. En el archipiélago de San Blas, una isla servía de base para que la policía sellara nuestra entrada al nuevo país. Lo curioso del caso, fue que ni tuvimos que presentarnos en la oficina para contrastar las fotografías. Recuerdo que nuestro grupo lo único que hacía, era bucear y a ratos jugar a vóley playa. El capitán de nuestro velero lo gestionó todo.
De vez en cuando venía una lancha con soldados a bordo para hacer controles rutinarios a embarcaciones sospechosas, pero ni tan solo perdieron un minuto en mirarnos. Parecía que meterse en la boca del lobo era la mejor estrategia para hacer algo ilegal.
La llegada a tierra fue de madrugada. Una noche demoníaca nos puso en órbita y cualquier intento de entereza se fue por los suelos, cuando las gigantescas olas de alta mar golpeaban el casco, meciéndolo como si fuera la cáscara de una nuez a la deriva, en un gigantesco y negro océano. Lo mejor era tumbarse en las diminutas camas y rezar. Leer era una tarea imposible. Dormir casi de locos, porque ibas golpeándote con las paredes de tu compartimento. Aquella cama, la recuerdo esa última noche como un columpio mortuorio anunciando un naufragio inevitable.
¿Qué más daba?¿Qué importaba todo lo vivido hasta la fecha en esa fantástica semana cruzando el Caribe si ahora éramos esclavos de las corrientes?¿Para qué esperar?
A menudo, mientras vuelo, el pánico se apodera de mi cuando las turbulencias hacen travesuras a once mil metros de altura. En más de una ocasión, las bolsas de aire, han hecho que mi trasero se haya levantado más de un palmo del asiento. Los gritos de estos breves meneos por parte de los pasajeros es algo que no tranquiliza demasiado, pero siempre hay una norma que no deberíamos seguir, que no debería ser tan fiable como desearíamos y es la de mirar a las azafatas y notar en sus ojos la tranquilidad, serenando con sus sonrisas y afirmando sin hablar, que todo está bien, que no ocurre nada, que son miles de millas trabajadas y ellas están acostumbradas a estos percances en cielos desconocidos. Ahora debía seguir esa estúpida norma y subir al puente, para ver la cara del capitán, para auto-engañarme y decir: vaya, con esa cara que me lleva, debe ir todo bien.
Mi subida a las dos de la mañana fue exactamente como me la esperaba. Las gotas de la lluvia golpeaban mi somnoliento rostro. Era un juego de equilibrio no darse de bruces e iba agarrándolo todo para no caer encima de algún mochilero durmiendo la mona. En cubierta, el error sería caerme al abismo y las endebles barandas del wild card, parecían fusionadas a las palmas de mis manos. Apretaba con tanta fuerza que hasta me clavé las uñas. Mis piernas abiertas haciendo más base formaban casi una Y perfecta, puesta del revés. El loco del capitán, sonriendo y compartiendo tabaco, me decía en su pulido inglés, que todo estaba bien, que la noche era tranquila.
Pensaba que se estaba quedando conmigo y que no era posible que la ironía llegara tan lejos a esas horas de la noche y en una situación que para muchos hubiera sido de emergencia. Los diecisiete mochileros, empapados en ron añejo, dormían como ángeles. Que mala idea no acompañarles en su fiesta esa última noche. Estaría soñando como ellos sin enterarme de apenas nada. Pero no, el capitán dice que todo está bien. ¿Cómo será la imperfección en estos lares del planeta? Ni quiero pensarlo.
Una zodiac perdida unas horas antes del temporal en medio de la nada, no daba buenos augurios. Qué misterio. No había náufragos. “Habrá que cogerla”, dijo con indiferencia Yuyu. Atada fuertemente a nuestra popa, nos acompañó durante parte de la travesía. Me contaba contento el patrón que lo que uno encuentra en el mar, es suyo. Esa zodiac le iba a sacar de algún apuro vendiéndola cuando desembarcásemos en Portobello. Unos nudos hubieran bastado para retenerla, pero los dientes del caribe enfurecido la arrancó de nuestro barco a media noche sin que nadie se percatara. Vaya. Y sigue pensando que la noche anda tranquila, pensé. Pues unos nudos más… ¿podrían haber evitado que perdiésemos nuestro hallazgo? Supongo que no.
Llegar a Portobello es como soñar despierto. Saber que has sobrevivido a una aventura espectacular con un final de vértigo. El pueblo era precioso y dudaba si quedarme un par de días o dirigir mis pasos a Ciudad de Panamá. De hecho, este bello y natural puerto, se hunde como una cuña hacia la aletargada costa, poniendo el listón muy alto en la primera impresión que uno capta del nuevo país. La palabra Panamá, la asociaba en mi mente al color verde. El intenso verde que sólo la naturaleza te puede ofrecer con sus densas junglas. Aquello, sin duda alguna era Panamá.
Un pelotón de desesperados mochileros, algunos cargados de maletas con ruedas, rompían con estruendo la armonía que los pajarillos imponían fallidamente en sus canturreos vespertinos, del pequeño pueblecito que Cristóbal Colón en su cuarta visita a las américas desembarcó y bautizó. Le queda el nombre como un guante.
En medio de una curva ciega, esperando a que algún autobús pase y nos lleve a Colón. Será una buena manera de conocer la tierra que une los dos continentes tanto América del Norte como del Sur. Curioso que no pase ninguno. Algunos pescadores con cara parsimoniosa nos miran, otros campesinos cargados con herramientas rudimentarias, hacen comentarios jocosos, esperando que entre tanto rubio con ojos claros ninguno hable español. A mis buenos días, las miradas ajenas pasan a ser interrogantes.
Por fin vino el diablillo, medio vacío y por un irrisorio precio nos llevaría a una ciudad que nos serviría de enlace para llegar a la capital. El camino, se va haciendo largo, pero las vistas desde la ventana merecen toda mi atención, no percatándome a tiempo que los panameños recién llegados de otras paradas empiezan a enojarse porque unos turistas andan sentados ocupando con sus equipajes parte del pasillo. Esto en Asia no ocurre.
Llegada a Colón. Esperamos ansiosos que nuestro colectivo no nos deje muy lejos de la estación. La ruinosa ciudad, saturada de mercados y puestecitos improvisados colapsa cualquier intento de sanar la conciencia. Es espantosa. Los edificios parecen que se van a derrumbar y la que en un pasado muy lejano tuvo que ser una blanca ciudad, ahora calza un gris tan triste y dejado que a ninguno se le pasa por la mente quedarse a hacer noche.
La mayoría de los transeúntes son negros por no decir el 99,99. Ese 0,1 lo ponemos nosotros, haciendo una mezcla de café “laaaargo” con unas gotitas de leche. En la terminal, nos dejan en medio de la calle. Algunos se ofrecen para guiarnos a nuestro nuevo transporte. Tranquilos, somos muchos, aquí no ocurrirá nada ¿por qué tanta sensación de inseguridad?, tampoco es para tanto. Creo que el océano y nuestro vis a vis con la soledad de la travesía en alta mar ha puesto el sistema de alarmas sensoriales muy alto. Ya bajarán.
Pero no bajan. Aumentan. Frente al autobús, con ganas de ir al baño, le pregunto al conductor que hace guardia frente a la puerta de entrada: – No se demoren por favor y no hablen con nadie. Una carrera a la desesperada nos lleva a Lourdes a mí y a un alemán de unos dos metros por unos pasillos infectados de suciedad. Objetivo cumplido. Podemos seguir más horas observando como Panamá desfila por la ventana de mi nuevo autocar. Pero decido liarme un cigarro antes de subir. El conductor me mira con atención. Se me acerca un joven alto, con cara de actor de cine, con su tez oscura me recuerda al actor Wesley Snipes, vestido con deportivas y gorra del revés. La visera le tapa el cogote y su cara queda al descubierto pidiéndome tabaco. Caigo que lo recogimos en Portobello y se lo digo: -Fuimos compañeros de viaje. Tú viajabas con una joven uniformada. Él un poco sorprendido, sin decir palabra se aleja. Decepcionado por haber sabido de donde procede. Portobello no será tan grande para dar caza al caco de turistas. El conductor de nuevo vuelve a ser mi ángel de la guarda, confirmándome que andaba tras de mi varios minutos, con una supuesta arma en el bolsillo del chándal para asustar o herir. Todavía no lo sé, ni quiero saberlo.
Arranca el autobús y el camino se hace interminable. Panamá no me ha dado una cálida bienvenida. No me sorprende pero tampoco me tranquiliza. Desconocimiento total de donde he puesto los pies. Sin una guía de viajes fiable, ando a ciegas y mi portátil, será mi única ventana de información cuando consiga una buena señal wifi.
Ciudad de Panamá nos recibe con una espantosa tormenta. Aquí el agua cae con una fuerza tan descomunal que asusta. Los relámpagos empiezan a dar avisos por el horizonte. Destellos como si algún Dios estuviera haciendo fotografías con un flash subido de luz, deja entrever que la cortina de agua es un muro y no acabará pronto, sino que se prolongará durante horas.
La terminal de la ciudad nos da cobijo. Una despedida de esos mochileros, hace soltar la frase más estúpida inventada en los viajes:- “ I hope see you again”. Sé que no ocurrirá. Llevo años viajando y en mis cuarenta años, a menudo no hay lugar para un carca como yo entre jóvenes de apenas 25 años. Pero bueno. Lo asumo y sigo mi camino hacia un restaurante a poder conectarme y coger un buen hotel con el que quitarme toda la mierda que durante una semana el mar me ha ido dejando por toda mi piel. El interior ni lo toco. Ando impoluto, purgado y renacido para empezar otra aventura.
Este viaje por el Caribe ha sido de todo menos decepcionante. Quien pudiera repetir de nuevo tal aventura por las azules orillas de las islas de San Blas.
Delante de mí se abría una nueva ciudad por conocer. Un prototipo llevado con entusiasmo por el capitalismo más atrofiado que jamás haya visto en toda Latinoamérica. Los enormes rascacielos quitan encanto y ponen modernidad a una ciudad que apunta alto.
Ahora sólo trataré de conocerla. Más tarde de analizarla. Mi aventura va acabando y no quiero que en mi retina quede grabada la imagen de Colón asociándola a Panamá. Estoy seguro que esta curiosa topografía esconde tantos secretos que harían falta sacrificar dos meses de viaje para hacer una justa valoración. Ahora toca avanzadilla. En el futuro, nunca se sabe.
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Más fotografías de mi partida hacía Panamá:
La magia del mar
Puesto fronterizo
Jugando a voley playa. Al fondo nuestro barco
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