Un secreto corre a voces por todos los rincones de las tierras del café. Un secreto que se llama Filandia ¿Cómo? ¿No oíste hablar de ella?
Seguro que estando por aquellas latitudes, alguien acabará diciéndote que vayas si tienes tiempo o si quieres alejarte de toda masa turística y ver un auténtico pueblo tradicional.
Pero seré sincero y no voy a exagerar diciendo que lo marqué con una gigantesca X en mi mapa, porque mentiría. Todo surgió por problemas logísticos en mi salida hacia Medellín que jamás se realizó, porque como el COCO, el tiempo se me comió sin apenas darme cuenta.
Debía estar en Bogotá en dos días. Los autobuses tan desdichados como embusteros, cuadraban las cuatro horas de trayecto en ocho reales. No podía fiarme de mi hora de llegada a la Capital desde Medellín y los vuelos resultaban caros para andar tan solo un par de noches.
Mi compañera de viaje aterrizaba y debía ir a buscarla. Colombia, intimida si no la conoces. Bogotá, aterroriza a todo el que no haya andado previamente por sus calles y el aeropuerto “El Dorado”, basa su reputación en documentales terribles de criminales y delincuentes, intentando huir o pasar sustancias ilegales.
Podemos imaginar fácilmente que debía estar sí o sí esperando a Lourdes, para calmarla y decirle: “todo bien”, ”tranquila que no matan a nadie en la Colombia que todos creen conocer en el exterior y realmente nadie conoce”.
¿Qué ocurrió? Algo inusual en un viaje. Me sobró un día en el Eje Cafetero, faltándome dos para visitar Medellín. Me salía del mapa, de la ruta, del transporte y lo que debía ser algo rápido de visitar, se acabó atrancando para al final quedarme sin la ciudad del difunto Pablo Escobar.
¡Pues qué demonios! ¿Pierdo dos días en otro lugar?…ganemos uno aquí visitando algo auténtico.
Al final, la decisión fue la que había. No la correcta. No tenía más opciones, pero en los viajes, en los momentos más críticos, cuando las cosas se tuercen y los planes se truncan, hay que sacar el jugo, aunque al principio veamos solo piel.
Filandia quedó anclado en el pasado. Este pueblecito es un encanto. Adiós a los turistas, hola a los locales trabajando la tierra, vendiendo en sus mercados y haciendo su vida sin poner máscaras, sin limpiar poros de un cultura colombiana a mi parecer perfecta, no vaya a ser que el turista se ofenda.
Adiós a los restaurantes lujosos para dar la bienvenida a los comedores de toda la vida con un menú digno de disfrutar por apenas 2 Euros.
La villa se recorre en poco tiempo. Una vacía oficina de turismo, te ofrece consejos y mapa gratuito para mostrarte que en las afueras, la naturaleza te ofrece su número especial.
Las calles, con una arquitectura original, son de las mejores conservadas de la región. Sus artesanos son famosos por tejer magníficas cestas.
Si Armenia o Pereira te intimidan, Salento te aburre por su masificado turismo, ven a Filandia.
Muy a tener en cuenta son los caminos que salen del pueblo y van a parar a miradores. Pese a estar relativamente cerca de Armenia, el paisaje es totalmente distinto. Las planicies aquí se hacen más extensas y abundantes. Sus cultivos más escasos, dan al paisaje la apariencia de un desierto verde combinando y rompiendo la monotonía por unas nubes en forma de cortinas y unas montañas menos orgullosas.
Un buen café desde un mirador a solas, es un buen aliciente para venir a este lugar estupendo.
¿Cómo llegar?
Realmente no es fácil llegar si vienes de Salento.
Los autobuses menos frecuentes de lo pensado, te dejan en la carretera principal. Cuando nos bajemos, debemos cruzar la carretera a cuchillo para empalmar otro que nos lleve a Filandia. Preguntando no hay pérdida. Si no se pregunta, dudo que encuentres las paradas cuando a menudo ni existen.
Dos francesas y yo éramos el cupo turístico de aquella jornada. Me contaron, que habían recorrido el continente latino para perfeccionar su castellano. Desconozco si lo consiguieron, porque entraron directas a conversar conmigo en inglés.
El autobús, de línea regular, lleno de campesinos, nos llevó por una bonita carretera hasta el pueblo.
La vuelta hacia Salento, fue mucho más lenta de lo que en un momento pensé. Durante una hora, estuve esperando a alguien que se apiadara de mí y me llevara, cuando mis esperanzas de encontrar transporte que me subiera iban menguando.
Al final, todo quedó en que los horarios hacia las tierras más altas eran menos frecuentes de lo que imaginé.
Aquella noche fue la última que pasé en el Eje Cafetero. Una buena cena en un restaurante llamado “los amigos”, puso punto final a una parte del viaje.