Había empezado mi viaje con mil dudas. Una noche antes de partir hacia el sur, no tenía ni idea de cuál iba a ser mi siguiente movimiento. Sólo los horarios más favorables en la terminal de Bogotá, me hicieron tomar la decisión de ir al Desierto de Tatacoa.
En Villavieja, después de haber pasado unos purificantes días en la nada, me venía muy bien el tema de transportes y enlaces hacia el Eje Cafetero. En principio y contra toda lógica de un buen planificador de viajes, esta zona estaba descartada desde que empecé a idear una ruta completa por el país Colombiano. El hecho de que en diez días tenía que volver a Bogotá a recoger a mi compañera de viaje, hizo que accidentalmente me ubicara en un pueblecito llamado Salento.
A quien le cuente que el café y sus tierras, no me interesaban en absoluto, me tildará de loco y con toda la razón. Las ventajas fueron infinitas en mis días de estancia. Las desventajas, llegaron a convertirse en una ventaja más, ya que en principio me esperaba algo calmado y alejado de todo foco turístico.
El Eje Cafetero es un hervidero de turistas. Sí, y muy a pesar mío tuve que aguantar la Colombia más maquillada que he visto durante toda mi travesía.
Cuando hablo de que las desventajas se convierten en ventajas, me refiero a que gracias a la gran concentración de mochileros que albergaba el precioso pueblo, hice amistades y ningún día me sentí solo.
Si buscamos soledad, la podemos encontrar en cualquier lugar. Sólo hace falta poner cara de rancio y tirar adelante. Pero en Salento, la cosa fue distinta. Lo que para mí fue una bendición en Tatacoa, ahora en Salento se convertía en lo opuesto.
Soledad vs Compañía:
No sé en qué punto decidimos cambiar el chip en un viaje. Creo que no existe la decisión y sólo hacemos caso al instinto y nos amoldamos al lugar y a la situación. Yo lo hice nada más pisar la tierra del café. Pasé del estado más absoluto del silencio al de las carcajadas en grupo, sentado en los bares, con un buen plato de pescado por comer.