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Hay trocitos de un país tan escondidos, que el llegar se convierte en toda una aventura. Atrapado por su simple y misteriosa belleza, dejé todos los perjuicios aparcados en Bogotá y fue en el desierto más pequeño de Colombia, donde mi viaje realmente empezó.

Azotado mentalmente por la ausencia de mi padre al comienzo de mi travesía, no pude conectar con la capital, ni con la gente y menos conmigo mismo.

Una esporádica salida a las afueras de Bogotá, me dejó entrever, que Colombia era muy diferente a lo que a mi aterrizaje me encontré, pero ir a Zipa, a ver las minas de sal, no es lo mismo que coger tu mochila y desaparecer para proseguir tu viaje sin saber dónde dormirás esa noche.

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El desierto de Tatacoa es sin duda alguna una pequeña porción de tierra bendita o maldita según el prisma del que lo miremos. La ausencia de agua hace imposible la dedicación al ganado, tan necesario para sustentar la economía de la zona.

Las cosechas son inexistentes en tan abrupto terreno y los lugareños empiezan a ver al turismo, como la esperanza de un futuro incierto en una parte olvidada en el tiempo. El camino desde la capital en autobús (9 horas), merece bien la pena. Salí de tierra hostil para conocer un poco las entrañas del país. Nada tiene que ver Bogotá, con los pueblecitos a pie de carretera que iremos recorriendo. Los colombianos se transforman como el clima lo va haciendo a medida que vamos comiéndonos los kilómetros dirección sur.

No voy a decir que las grandes ciudades sean bonitas. Pasé de aldeas pintorescas a grandes centros neurálgicos donde poder hacer transbordo en las terminales más odiosas de américa.
La meta… el pueblo de Villavieja. Una desosegada aldea donde saben tratar al foráneo, donde cualquier pregunta es respondida con educación y el peligro que tantos dolores de cabeza me dieron en Bogotá, atrás quedaban.

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Una llegada rápida desde Villavieja, situada a escasos kilómetros en un destartalado autobús, te deja en la entrada de Tatacoa. Si te acompaña la suerte y un poco de “plata” también ayuda…, puedes hablar con el conductor para que sea benévolo y te deje en el estadero donde se supone que has decidido pernoctar antes de llegar al lugar como lo bauticé yo “de ninguna parte”.

Don Gilberto, “el manitas”, puede que me diera las mejores conversaciones de todo el viaje, bajo uno de los cielos nocturnos más hermosos que haya visto en mi vida.

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No debería preocuparnos el overbooking que pueda haber entre semana. Los colombianos se mueven a este desolado paisaje los fines de semana y el turismo internacional decide no meter la mano en el desierto, no vaya a ser que se la queme.
Yo sin previo aviso, me presenté en el “estadero” (hostal), de Doña Lilia, construido con ladrillo fino, techos de uralita y cuatro paredes, parece ser, construidas a toda prisa. No busquéis comodidades en todo el parque, porque no existen. Ahora puede que me llamen algunos loco, pero todo el encanto y el calor humano, lo encontraremos en estos lugares tan alejados uno de otros como infrecuentes.

El propietario del hostal, un anciano agricultor postrado ante el crecimiento del turismo nacional, lleva a su manera el lugar. Podías encontrarlo de madrugada con su destartalada motocicleta trayendo leche fresca o dando vueltas por los alrededores con sus caballos. Su energía, hacía difícil adivinar qué edad tenía. Su mujer, Doña Lilia, es la líder, la que lo maneja todo sin moverse de su anclada silla al cemento. Don Gilberto, “el manitas”, puede que me diera las mejores conversaciones de todo el viaje, bajo uno de los cielos nocturnos más hermosos que haya visto en mi vida. Sus aventuras y desventuras por la vida, eran dignas de ser anotadas y crear un libro, bajo el título: “La gran vida de un Don Nadie”.

La habitación en la que dormí, para nada servía de día. Sin luz, ni agua, sólo su duro y deforme colchón eran dignos de ser visitados cuando el cuerpo se resentía de tanto caminar bajo el inclemente sol. Sus zonas comunitarias eran simples pero con personalidad. Los únicos viajeros que encontré en los tres días que anduve divagando, fueron dos mochileros jóvenes de origen francés que dormían en el suelo por unos pocos pesos colombianos.

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Al segundo día fue una familia parisina de buena posición, me hicieron encender el interruptor interno llamado curiosidad. Extrañado por su aparición en tan incómodo lugar, durante una cena copiosa en medio de la oscura noche, bajo la tenue luz de un farolillo empujado por gas, pregunté sin más dilación rompiendo el hielo, a dónde iban y qué hacían en tan inhóspito lugar. La familia compuesta por un matrimonio y un joven hijo con sed de aventura, me contaron sus viajes por el mundo. Sus conocimientos eran vastos y enriquecedores. Pese a llevarlo siempre organizado mediante una agencia desde su país de origen, sus experiencias nada tenían que envidiar a las de un viajero independiente.

¿Qué ver y hacer? Aunque se trate de un desolado paraje, Tatacoa no es un desierto. Su nombre es debido a una serpiente extinta hace años. Su entorno árido se debe al tapón que hacen las montañas que lo rodean, no dejando pasar nubes, portadoras de la tan necesitada agua que la tierra exclama a gritos entre el silencio de los cactus.

Esos momentos, esos silencios mecidos por la suave brisa del ocaso, son impagables e inmortales en un viaje. La soledad y yo, estábamos haciendo muy buenas migas, pese a mi temor infundado cuando arranqué mi aventura por el país suramericano.

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Las especies que iremos encontrando a medida que avanzamos por sus polvorientos caminos son tan diversas como sorprendentes. Con más de 70 variedades de aves, escorpiones, comadrejas, hacen que el ecosistema sea único en Colombia.
La primera jornada, la dediqué exclusivamente a caminar por el desierto rojo. Lo podremos encontrar en la misma entrada del parque, donde se sitúan la mayor parte de los estaderos, restaurantes y un observatorio astronómico, que con su cúpula, nos servirá como punto de referencia, cuando nuestros pasos nos hayan llevado tan lejos que ni sepamos dónde andamos. Prácticamente es visible desde los puntos más altos del camino, aunque acaba desapareciendo si indagamos profundamente en las entrañas de Tatacoa.

 

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Unos doce kilómetros deberían ser suficientes para conocer por encima el parque y rascar una capa superficial de su esencia. Pero, cuidado con las distancias ya que resultan engañosas. Las diversas bifurcaciones que vamos hallando, hacen que nuestro instinto de aventura se abra e investiguemos qué hay fuera de nuestra ruta marcada, para acabar descubriendo los verdaderos encantos, las mejores panorámicas de tan hermoso paisaje.
Debemos tener presente, que apenas circulan coches. Que las distancias entre los estaderos son engañosas y si no vamos debidamente protegidos con crema solar y cargados de agua, podríamos convertir un inolvidable paseo en un brutal infierno.
Los Hoyos, es el punto final de la excursión. El objetivo de toda jornada debemos basarla en alcanzarlo, tanto yendo a pie como en moto taxi.
Se trata de un desierto blanco, que debido a la erosión del viento y el paso del agua en épocas remotas, hacen que las pequeñas montañas, tengan formas imposibles y curiosas.

 

 

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En este punto, debemos prestar mucha atención a no perdernos. Los carteles indicativos desaparecen para dar paso a nuestro instinto. Aquí, los senderos acaban. No esperemos encontrar a gente que nos indique la mejor forma de volver o seguir con nuestra marcha, porque al menos yo, no encontré a nadie por el camino, lo cual, resulta encantador, tentador y a la vez peligroso, porque acaba convirtiéndose en una carrera a contra reloj si no hemos calculado bien, cuándo anochece.
Mi consejo, es simple. Hay que salir a las seis de la mañana e ir caminando con paciencia y mucha calma, por el sendero, sencillamente localizable y visible, ya que quiebra el desierto en dos.
Disfrutad… sobretodo de la hospitalidad que recibiréis en los pequeños ranchos que vayan surgiendo a vuestro paso. Un café (gratuito) siempre es un buen aliado para entablar conversación con los propietarios para que os cuenten de sus vidas y de sus inquietudes sobre el futuro de la comarca, porque en estas latitudes de Colombia, la gente se abre como un paraguas al desconocido, mostrándole la naturalidad que los caracteriza.
En unas cinco horas y una vez hayamos llegado a los Hoyos, una piscina natural, construida con mucho gusto, nos dará alas para refrescarnos y poder relajarnos. Encarando el camino de regreso, en mi caso, unos simpáticos jóvenes colombianos de la ciudad de Pereira, me recogieron cuando ya mis fuerzas habían desaparecido. Fue una bendición el dejar de caminar después de diez horas bajo un sol que me iba marcado a golpe de látigo los pasos, y también porque me dio la oportunidad de mantener una conversación con aquellos cuatro chicos que me mostraron sus opiniones sobre Colombia, sobre su ciudad y qué esperaban sobre el futuro en un país tan injustamente marcado.

 

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A las 18.00 horas, estaba en el estadero de Doña Lilia. Don Gilberto, siempre tan atento, me dio la bienvenida y con dos cervezas nos sentamos sencillamente a observar el infinito cielo que iba sacando ya su paletilla de colores anaranjados. Sólo las ganas de hablar de Don Gilberto rompieron este momento, para crear otro, basado en sus sabios consejos y grandes aventuras que había tenido por su país cuando en un tiempo muy pasado fue un joven con hambre de comerse el mundo. Esos momentos, esos silencios mecidos por la suave brisa del ocaso, son impagables e inmortales en un viaje. La soledad y yo, estábamos haciendo muy buenas migas, pese a mi temor infundado cuando arranqué mi aventura por el país suramericano.

Todos los viajes, tienen sus momentos. Puede que en un mes tengas apenas dos o doce, dependiendo de tu percepción sobre las cosas. Yo, sentado en aquella silla, con una espontánea compañía, a sabiendas que jamás volvería a coincidir con aquel señor curtido en el viaje de la vida, estaba en perfecta comunión con el mundo, esperando que Colombia me diera otra cucharada de cómo llamo yo “momentazos de un viaje”.

Alguno de los mejores consejos para visitar este minúsculo desierto depende de lo que queramos hacer y cuántos días queramos dedicar a Tatacoa. Estoy seguro que la dedicación acabará siendo enfocada a uno mismo, olvidándose por momentos de los paisajes desoladores y de sus caminos hacia ningún lugar.

Si el anterior post, estaba dedicado a consejos generales, este lo dedico a comentar, cómo hacer más flexibles nuestras jornadas, sin pasar por el incómodo estrés de tener que partir, olvidándonos de horarios y obligaciones, pues seamos realistas y digamos que Tatacoa, como toda la región, los diez minutos colombianos pasa a ser una frase relevante durante todo el viaje por el sur.

Afamados anfitriones, los sureños suelen ser calmados y su modo de vida, nada tiene que ver con el de las grandes ciudades colombianas. Rompiendo el ritmo urbanita, haciéndolo casi inexistente, bajan de revoluciones en sus quehaceres diarios y en su acento,van arrastrando las palabras, acabando las frases con un deje particular. Si lo comparamos con la diversidad que tiene España entre nuestro norte y sur, veremos que la similitud es muy fácil de aplicar.

Obligados a caminar por el desierto, debemos evitar alquilar una bicicleta en los estaderos. Su ímpetu a la hora de ofrecerte este original medio de transporte nada contaminante, se ve en conflicto cuando la arena se amontona en los caminos haciendo imposible el pedaleo. A esto le debemos añadir las constantes subidas y bajadas, asemejando la ruta a una pequeña montaña rusa, ilógica para cualquier bicicleta.

Mi segundo consejo, es hablar con toda la gente que vayamos encontrando durante la jornada. Sea en un bar en medio de la planicie, sea en la misma carretera, cuando paran a preguntar simplemente ¿qué tal? o en los hospedajes, donde los propietarios y trabajadores, aunque aparentemente se vean influenciados por la desidia, con un par de días, caeremos en la cuenta de que no es apatía lo que percibimos falsamente, sino que van en perfecta armonía con el paisaje.

¿Qué hacer por las noches en un lugar donde la luz deja de funcionar?

Este aspecto puede que sea el más perturbador. A las seis de la tarde, cuando el sol va camino de la cama, nos quedamos en ese momento que no sabemos qué demonios hacer. Si el estadero es como el mío (Doña Lilia), podemos sentarnos con una buena cerveza y verlas pasar. Podemos entablar una buena conversación con algún hospedado o si la suerte acompaña, hacer buenas migas con la gente que reside allí (ese fue mi caso). Pero bajo ningún concepto debemos perdernos una visita al Observatorio de Astronomía que cada noche abren al turista.

Sólo tres lugares en este planeta me han impresionado tanto al alzar la vista al cielo. Uno sin duda alguna el desierto de Atacama, el otro fue en África, durante mi ruta por los cinco países ubicados en el sur y un tercer lugar y mi favorito, el Salar de Uyuni en Bolivia, donde podías quedarte embobado con dolor de tortícolis, admirando los secretos del universo bajo las faldas de los Andes.

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El horario, duro e inflexible, es desde las siete de la tarde a las diez de la noche. Si tenemos suerte, podemos quedarnos a charlar con el genial astrónomo Javier Fernando Rua Restrepo. Un apasionado del cielo, que según me contó, pasó un mes en una tienda de campaña, con un pequeño telescopio, viendo las estrellas y decidió nacer, vivir y morir en Villavieja, para poder cada noche impartir clases astronómicas con los curiosos como yo.

Por un precio simbólico, podremos compartir cuatro grandes telescopios cuando el día ha bajado el telón por completo. Un cielo tachonado de estrellas brillantes, impresionan a cualquiera. Sólo tres lugares en este planeta me han impresionado tanto al alzar la vista al cielo. Uno sin duda alguna el desierto de Atacama, el otro fue en África, durante mi ruta por los cinco países ubicados en el sur y un tercer lugar y mi favorito, el Salar de Uyuni en Bolivia, donde podías quedarte embobado con dolor de tortícolis, admirando los secretos del universo bajo las faldas de los Andes.

La pasión de este trotamundos por su afición desde que nació, la ha convertido en su forma de vivir. ¡Qué admirable! y qué tristemente tan poco frecuente entre la sociedad. Dedicarte a algo que te encanta y ganarte la vida diariamente con tu pasión, es más difícil que te toque la lotería.

Para acabar este pequeño artículo y poniendo fin a mi estancia en Tatacoa, recordaré que uno de “los momentazos de un viaje”, lo viví, cuando a las seis de la mañana, debía partir hacía el Eje Cafetero. El señor, propietario de la posada, me llevó con su moto a Villavieja. El Sol iba asomando tímidamente la cabeza y las luces y sombras que proyectaban los cactus como inertes vigías, hacían de ese momento, en ese lugar, algo imborrable, recuperable e imperecedero.

El anciano, riendo y escupiendo palabras a contraviento, iba conduciendo su destartalada motocicleta, equilibrada a la perfección con mis dos mochilas, sin prestar apenas atención al tráfico que nunca pasó, a la carretera que nos tendió su alfombra roja, para que como estrellas de una película, pasáramos desfilando por un festival con premio al mejor recuerdo de tu vida.