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Había estado en cinco ocasiones en Latino América. Este viaje que se abría delante de mí, iba a ser especial. No porque tuviera más días o porque económicamente dio la casualidad que iba algo más holgado. Todo objetivo a menudo se queda en un intento cuando viajamos por libre. Pero pisar tres países, era un reto. Admito que una vez puse mis pies en Santiago de Chile,  tuve la certeza que la cosa no iba a ser fácil. Me separaban todavía horas de carretera para hacer mi primera parada. Podría pensar que estuve loco de coger un autobús, aquel día de tal año en un pasado no muy lejano y más después de trece horas de vuelo interminable, pero no. Estaba cuerdo.

Adoro conocer un país por carretera. Es más. Siempre evito coger vuelos internos para que las ventanillas de los autobuses me muestren como en una película, como corre la vida de un pueblo delante de mis narices. No se me ocurre mejor panorama que observar cuando se nos presenta la oportunidad de meternos de incógnitos en una cultura diferente a la nuestra e intentar integrarnos como uno más.

Todos los pueblos que uno va atravesando, de alguna manera son parte fundamental de un viaje. Incluso si me permitís llegar más lejos, el viaje, en ocasiones innumerables es mejor incluso que el destino final.

Recuerdo los interminables trayectos de Argentina por su salvaje Patagonia, la India  y como me superó la extrema dureza de sus carreteras,  que fue compensada por la experiencia que me llevé, la travesía que me llevó desde Katmandú a Pokara, la belleza de los Montes Cuchumatanes a través de un “Chicken Bus” en Guatemala para llegar a la remota y pobre Nebaj, el interminable pero inigualable camino que tuve que tomar para ir desde Lombok a Flores en Indonesia o el precioso camino que hice entre Puno y Cuzco, por unos quebrados Andes a una considerable altitud.

Fuera como fuera, tenía plena convicción que Chile había que mamarla por tierra.

Desde la capital chilena, un bus me llevó durante 1700 km, con el  Mar Pacífico a mi izquierda y el desierto a la derecha, para llegar acabar en San Pedro de Atacama, donde haría una parada de varios días y poder visitar las maravillas naturales que posee el entorno más árido y seco del planeta.

En la amplia autopista que discurría por la espina dorsal de Chile, los gigantescos cactus, hacían de vigías inertes en las solitarias planicies que morían en el Pacífico. El recorrido, parando en diversos pueblos y ciudades, bien mereció un excelente de nota, pudiendo observar, cómo el día era vencido por la inminente noche, habiendo un intervalo mágico de apenas media hora, de anaranjados tonos rompiendo el inmune cielo con una paletilla de colores rojizos que ponían en jaque a un perfecto horizonte.

En breve colgaré un artículo explicando detalladamente qué hice en ese viaje e invocaré al Dios de los recuerdos por mi paso en Chile, Bolivia y Argentina.

¿Por qué lo llaman el Océano Pacífico?, no he visto mares más salvajes  rompiendo en  las costas que dan abrigo a este gran azul.

chile

Por fin, después de tantas horas de camino, llegaba a la conocida localidad de San Pedro de Atacama. Punto de peregrinación para los aficionados y profesionales de la astronomía de todo el planeta. Su atmósfera tan limpia, haciendo un filtro en el clima los Andes chilenos, la lluvia en inexistente y las nubes extrañas de ver.