Las nubes amenazaban ya a primera hora, cuando los cuatro nos dispusimos a subir al taxi que nos llevaría por los ricos alrededores de Mandalay. Julián, callado era el personaje que siempre queremos encontrar en nuestros viajes. Sabio y de carácter fuerte, debido a su edad y experiencia era el macho alfa de esta pequeña manada de turistas ávidos de conocimientos por descubrir los secretos que nos depararían las ciudades antiguas. Isabel sin embargo hacía una contrapuesta a su marido. Parlanchina, de risa fácil y con una facilidad nata para hablar con todo el mundo pese a sus carencias con el inglés, hacía que los silencios tan típicos en trayectos por caminos desaparecieran. Lourdes de vez en cuando intentaba colar alguna frase en medio del monólogo sin éxito alguno. Julián y yo, abstraídos por lo que por nuestras ventanillas veíamos, íbamos haciéndonos más gestos que frases, como si entendiéramos que era una batalla perdida iniciar conversación alguna.
Llevaban mucho tiempo viajando. Cuando estás varios días sin ver a nadie que hable tu idioma, el día que lo encuentras, no lo sueltas. Realmente fue un auténtico placer estar con ellos dos.
El primer punto del viaje, era una obligatoria parada en el monasterio Mahagand Hayon, situado en Amarapura. Debíamos ser puntuales para ver como almorzaban centenares de niños monjes. A las diez y media, la lluvia se encargó de que los paraguas de los más previsibles se abrieran como capullos para combatir el goteo continuo del monzón asiático.
Este monasterio budista, se encarga de acoger a los niños más desfavorecidos y doctrinarlos en el budismo. La mayoría huérfanos o hijos de familias muy humildes, debemos tener sumo cuidado con nuestra cámara. No voy a decir que la solución es estacionar por unos instantes la cámara de fotografiar, pero si debemos ser educados y no romper el silencio que por los pasillos del complejo se respira. Respeto es la palabra que hay que seguir y dejarse llevar un poco por la atmósfera. Ver como llenan sus cuencos, observar como reparten con un gigantesco cucharón de madera desde una gigantesca olla llena de arroz es muy fotogénico, pero sabemos que los turistas, a menudo nos olvidamos del resto del planeta cuando se trata de grabar en nuestras tarjetas de memoria una inolvidable fotografía.
Isabel y Lourdes, inseparables amigas de sus paraguas apenas tenían dedos disponibles para captar cualquier movimiento. Con lo que mi callado y recién estrenado amigo y yo, hacíamos piruetas para poder disimuladamente hacer esas instantáneas, intentando evitar romper el hilo de una atmósfera perfecta.
Nuestro bonachón “taxista-guía-sonrisas”, nos llevaba con un horario marcado por la lluvia y nos hacía entender, que si no nos apresurábamos, la jornada se nos echaría encima. Con lo que seguimos haciendo kilómetros por carreteritas llenas de polvo de hermosas vistas.
Después de unas rápidas visitas a otros templos, nos fuimos a la Colina de Sagaing, situada en la ribera de Ayeyarwady. Si el monasterio forma parte de un imprescindible en un rápido itinerario, creo que Sagaing es mucho más impresionante de ver. Con unas vistas sobrecogedoras, esta colina de escalinatas agradables si el calor no aprieta, nos muestra un paisaje salpicado de “stupas”, acogidas con cariño por un frondoso entorno y como telón de fondo tenemos la hermosa ribera. Todo el conjunto hace de este bonito enclave, una referencia a nivel nacional, para que los birmanos “estresados”, vengan a meditar.
Nos quedaba por delante un tercio de la jornada y la lluvia iba a trompicones. Daba breves treguas pero lo peor de todo era que el horizonte quedaba teñido de una espera neblina, no pudiendo ver en su totalidad la belleza que de algún modo intuías.
La colina de Sagaing, fue uno de los puntos fuertes. Pero imaginaba que con un día soleado, las sensaciones se hubieran duplicado. De cualquier modo, sabía de antemano del riesgo que tomaba viajando a esta parte de Asia en esta época del año y no di más vueltas, porque después de Mandalay, como si mi desazón al levantarme cada mañana hubiera servido de súplica, desaparecieron el resto del viaje.
Tocaba bajar e ir ya a contra reloj a la apartada Inwa. Apartada de cualquier carretera, separada por el río y sólo accesible en barca, esta antigua capital es un punto muy frecuente de turistas. De hecho y para qué mentirnos, todo lo recorrido en las ciudades antiguas, está bastante frecuentado por viajeros de todas clases. Supongo que el mal clima o porque agosto era época de poco turismo, nuestra jornada fue marcada por visitas solitarias a casi todos los lugares.
Inwa parecía ser de otra época. Sus casas con techos de paja, los aldeanos en su mayoría agricultores, parecían no querer tener nada que ver con el turista. Me esperaba un avasallamiento de chiquillos correteando para venderme sus postales, pero la realidad fue diferente. Con carros tirados por un caballo, la sensación de haber retrocedido en el tiempo era palpable. Los caminos eran impracticables y el barro dificultaba mucho poder moverse por tu cuenta. Si queremos visitar el templo de teca, hay que pasar por el aro y contratar el servicio de carrito, tanto de ida como de vuelta a unos precios muy razonables. En Asia, ya sabemos que casi todo es negociable. Inwa no iba a ser diferente.
Todavía nos quedaba la visita estrella del día. Teniendo una media hora sobrante, paramos en un mercado en medio de ningún lugar a pasear e intentar integrarnos como un habitante más. Imposible. Todos miraban y sonreían. Un buen bocado a las típicas tortitas de camarones nos puso la energía suficiente en el cuerpo para arrancar de nuevo y visitar el puente de teca más largo del mundo.
Describir este lugar es algo complicado. La mejor hora para verlo es cuando el sol palidece en el cielo. Los tonos hubieran sido más vistosos si las dichosas nubes hubieran sido más benevolentes con nosotros. Tampoco podemos quejarnos de la belleza que posee el entorno, con el acerado lago acariciando suavemente los troncos que hacen la base de un puente que su belleza se basa en la sencillez, en los transeúntes que caminan como hechizados por el momento mágico que ofrece el recién nacido atardecer casi atropellado por una caprichosa noche.
La historia del puente llamado U Bein, se remonta 200 años atrás. Su construcción pese a las inclemencias del inevitable paso del tiempo sigue siendo robusta. Sus 1.200 metros de longitud, son un agradable paseo, mezclándote entre monjes ataviados en sus túnicas color azafrán o con los lugareños que regresan a sus casas después de una jornada en el campo. No sería mala idea alquilar un barquito para poder contemplar sus 1.060 pilares y poder verlo desde otro ángulo. Pero pienso que lo más normal, es pasearlo en silencio y dejarte llevar sin más.
La gran jornada acabó con esa imborrable imagen del puente, con esos monjes simpaticones ofreciéndose en todo momento a ser fotografiados, a las bicicletas sorteando a los peatones ocasionales como yo. Ir y volver son dos kilómetros y medio de un magnetismo colosal. Hablamos del punto más visitado de toda Birmania.
Tocaba hacer las mochilas, mudarnos de nuevo con la casa en la espalda y despedirnos de nuestros esporádicos amigos. El legado de macho alfa quedaba ahora restringido y Julián mucho más abierto que en sus inicios me fundió en un abrazo. Es curiosa la amistad que se gesta en un viaje. Fugaz e intensa.
Por delante, nos esperaba un viaje en tren nocturno hacia tierras más lejanas. A un lugar que tenía tan idealizado que temía defraudarme. Pero no fue así. Nos íbamos con las pilas recargadas a Bagán.
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