En plena revolución popular, decidí partir hacia Egipto. Nada bueno auguraba mi paso por la capital. Las tensiones entre el gobierno y el pueblo, hacían muy difícil su visita. Occidente miraba al otro extremo y los egipcios enzarzados en sus protestas ocupaban la famosa Plaza Central Tahrir del Cairo, con sus cánticos, sus bailes animándose por la palpable esperanza de un futuro mejor.
Mi hotel situado en la zona de Garden City, apenas tenía vida. Situado a unos cientos de metros del epicentro de masas. Recordaré toda la vida el paseo que me llevaba al metro situado en dicha plaza.
Las trincheras con cientos de soldados, se acumulaban en cada cruce. Durante mis siete días por la ciudad, fui testigo de los cambios de guardia, de los pasos improvisados mediante tablones de madera para que los transeúntes pudiéramos acceder a zonas más directas a transportes públicos. El motivo de tan salvaje hostilidad fue el convencimiento de que la rebelión cargaría contra las embajadas, tan bien defendidas en la zona donde me hospedaba.
El Cairo, puede resultar a los ojos del turista que va por libre, como un territorio hostil, caótico, sin orden alguno y con unos grados insultantes de polución y suciedad. Basta meterte varios días por sus intrincadas callejuelas, perderte sin rumbo fijo por su barrio copto, donde cristianos y judíos paradójicamente muestran sus iglesias y sinagogas pegadas las unas a las otras, pasear por Kan el Kalili, donde todo turista puede deleitarse comprando o sencillamente observar como la vida egipcia pasa por delante de ti. Podemos hurgar en las calles del barrio islámico, encontrar en una esquina inesperada, en una calle perdida, una mezquita digna de visitarla y quedarte en silencio relajándote en su fresco interior donde todo parece en armonía.
El Cairo, hay que vivirlo, verlo y respirarlo con mucha calma y no caer en la desidia de no caminar hasta caer agotado.